Simone Ortega, la autora del mítico 1080 recetas de cocina -3,5 millones de ejemplares vendidos en 40 ediciones-, dijo en una ocasión: “Lo peor de los cocineros de ahora es que quieren ganar dinero”. Ella, que era hija de una familia de la burguesía francesa que adoptó el apellido de su marido, tenía un concepto muy tradicional de la cocina como una actividad dedicada a quienes la disfrutaban preparándola y, también, degustándola, siempre en plan amateur. Le sorprendía en cierta forma que los profesionales encumbrados por la fama se hubieran acostumbrado a tener sus propios negocios y que estos, además, fueran importantes.
La vida no le dio la oportunidad de ver hasta qué punto entre los mejores cocineros hay también buenos empresarios. No solo en el sentido de hacer dinero, sino de tener el don de la previsión y saber anticiparse a las circunstancias, las características de un emprendedor. Los años de esplendor económico, que discurrieron en paralelo al lanzamiento mundial de nuestra cocina, nos han dado la oportunidad de observar las subidas y bajadas de los grandes, tan expuestos al mundo de la publicidad gracias al interés creciente que este mundo despierta entre la gente. Y también de ver los distintos caminos que los cocineros más conocidos han emprendido en los últimos cinco años, coincidiendo con el final del ciclo expansivo.
La internacionalización
Una parte de los grandes maestros españoles optó por la proyección internacional, en lo que podríamos considerar como la creación de pequeñas multinacionales de la cocina. Es un concepto muy innovador y arriesgado, como hizo en su día la banca española más potente, que optó por diversificar y tener franquicias en diferentes mercados del mundo para asegurarse el negocio al margen de los ciclos. No hace falta citar nombres, pero el caso de Santi Santamaría, que justamente falleció durante la inauguración de uno de sus locales en Asia, es bastante representativo de esa tendencia. No es el único: Carme Ruscalleda, Martín Berasategui o los jóvenes hermanos Torres están en esa vía.
Las segundas marcas
Otros se decidieron por segundas marcas, normalmente enfocadas hacia la cocina tradicional –siempre dentro del país-, que en muchos casos han triunfado, como le ha ocurrido a Carles Gaig con su fonda, el lugar de moda de la Barcelona del 2011. Quizá no ha tenido tanta suerte Fermí Puig, del Drolma. Su Petit Comité no acaba de encajar con los gustos del momento, y, para más inri, es muy probable que los propietarios del Majestic, dueños también del Drolma, opten por el cierre de este lujoso local. El hotel se plantea perder una estrella e incluso cerrar o cambiar el restaurante que tanto frecuentaba Joan Laporta cuando presidía el Barça. Ese es un tipo de cocina tradicional adaptada a las nuevas tecnologías y a la depuración de las condimentaciones que hace de aquellas contundencias de nuestras abuelas una comida fácilmente digerible que permite volver a trabajar tras pasar por uno de sus locales, sin necesidad de sal de frutas, bicarbonato o almax. Curiosamente, tanto Gaig como Puig preparan platos para llevar a casa, un detalle que subraya la relación de esos cambios de orientación con el momento económico que vivimos.
La fórmula francesa
La tercera opción ha sido volver su mirada sobre el modelo de bistró francés, organizado por menús, lo que supone acotar al mínimo la carta, tanto de platos como de vinos. Por fin podemos sentarnos a la mesa de un gran cocinero sin pedir antes un crédito. El barcelonés Loidi (2007), de Berasategui –que también toca este palo, además de la internacionalización-, es probablemente el mejor ejemplo de este grupo porque es donde la cocina de un gran chef, con siete michelines a sus espaldas, está más presente en un modesto menú de 45 euros.
En este capítulo hay que referirse a los jóvenes cocineros que impulsan los llamados bistronomics, que se han puesto tan de moda en Barcelona, donde ofrecen calidad a precios moderados en menús que pueden no parecerlo, pero que realmente lo son: cuatro a elegir de primero y otros tantos para el segundo. Embat y BCN Blau son dos de los ejemplos más representativos.
El caso de Adrià
Y luego está el capítulo de los más notables. Desde mi punto de vista, Ferran Adrià ha demostrado que además de ser un maestro en el arte de la cocina, tiene una gran intuición para la empresa, aunque quizá el mérito sea más de Juli Soler, su socio. Visto con un poco de perspectiva, da la impresión de que el cocinero de Roses entendió antes que nadie la necesidad del cambio de rumbo, que al parecer coincide con una opción personal inspirada en ciertos cocineros japoneses que después de llegar al punto más alto del universo gastronómico: cocinan para una decena de personas sin la presión de las reservas.
La diversificación de la tapa que ha desarrollado Adrià, además, es la más coherente con sus creaciones. Se trataba de profundizar en algo que ya existía y que podría ser la marca internacional de la cocina española: raciones con elaboración más o menos complicada, pero confeccionadas de forma que pueden ser degustadas sin necesidad de utilizar cuchillo y tenedor. Es una fórmula explotada por todo el mundo, antigua, pero a la que las aportaciones del cocinero de El Bulli han dado la pátina de creación gastronómica. Hubo algo que no funcionó en su primera intentona, el Inopia, abierto en el 2006, y ahora lo intenta de nuevo y a todo trapo con el Tickets. La evolución de su cocina de Roses queda al margen, una vez alcanzado el summun, en la perspectiva de la investigación. Queda fuera de concurso, podríamos decir si habláramos de cine.
Los clásicos
Junto a Adrià quedan otros nombres de gentes grandes de este mundo que no han querido hacer mixtificaciones, que no han querido o no han podido evolucionar. Son tipos enormes, como Juan Mari Arzak, Pedro Subijana o Jean Louis Neichel que apenas han dado pequeños pasos para adaptarse a las circunstancias, solo los imprescindibles. Los tiempos que corren son muy duros, y de la misma forma que exigen a la gente que se apriete el cinturón, que se reduzca el sueldo o que se busque empleo peor retribuido, hacen más difícil la justificación de cuentas estratosféricas por una cena en uno de estos establecimientos. Las circunstancias someten a los grandes chefs a una prueba más exigente que la guía Michelín. Es una asignatura muy difícil de superar, como se ve a diario en estos salones que no se llenan.
En el hotel
Junto a esas tendencias convive la creciente instalación de los mejores restaurantes en hoteles de lujo, lo que representa la normalización de la cocina española respecto de la internacional. Y que responde a distintos motivos, entre ellos, y no el menos importante, a las ventajas económicas que supone utilizar las instalaciones de un cinco estrellas en las condiciones que cada uno de los cocineros haya podido pactar con los propietarios, pero sin acometer las enormes inversiones que supone un nuevo restaurante de este nivel. Además de los ya citados Carles Gaig (Hotel Cram) y Fermí Puig (Majestic), Carme Ruscalleda (Mandarín), Sergi Arola (Arts), los hermanos Torres (Me), Jean Luc Figueras (Mandarín), Paco Pérez (Mirror), Carlos Abellán (Vela) son algunos de los exponentes del fenómeno, entre los que también figuran algunos de los que exploran la internacionalización.