El vestido es algo material constituido por una prenda o conjunto de prendas que cubre el cuerpo humano, pero su significación trasciende mucho más allá de esta función simple de cobertura. El vestido también difunde vivamente algo tan sutil y espiritual como el natural porte, elegancia, buen gusto, delicadez de la persona que lo ha elegido y lo utiliza; expresa asimismo, de una manera espiritualmente sutil, la actitud íntima de consonancia, rechazo o indiferencia con el “estatus” social del lugar y momento de su utilización, y también es expresión de la función social y categoría o jerarquía de la persona, a veces discretamente, a veces exclusivamente, y exactamente igual ocurre con el uniforme de los profesionales de la restauración, que, queramos o no, revela y muestra las cualidades espirituales de las personas que regentan el negocio, su exquisitez o su torpeza. Y cuando el uniforme es notoriamente discordante con el negocio y entorno al que sirve, entonces también expresa algo: la ridiculez y, lo que es peor, cuando amparándose en el diseño, modernidad, o cualquier otra zarandaja, el uniforme deja de representar la pulcritud y la limpieza como elemento básico, deja de ser útil a una de las finalidades para la que fue creado.
De la misma manera que no nos gustaría ver en los hospitales a médicos y enfermeras de negro, ocultando, de haberla, la suciedad, no nos gusta ver a cocineros y camareros totalmente de negro, porque en las cocinas y comedores se manipulan alimentos, y la limpieza no solo debe existir, sino ser visible. NO NO NO, NO NOS GUSTA VER A COCINEROS Y CAMAREROS VESTIDOS O DISFRAZADOS DE CUCARACHAS.
Sep. – octubre 2011 • EDITORIAL